Desde que fui padre de Luca, hace diez años, y de Florencia, hace cinco, reconozco que mis prioridades de vida cambiaron absolutamente (y seguramente es bueno que así sea, porque de otra manera, estaría presentándome como un irresponsable total), pero lo que me angustia por momentos y me produce una sensación incómoda, es la demasiada preocupación que tengo por cosas que antes no tenía.
A lo mejor, quien se encuentre leyendo esto, también es contemporáneo mío y pasa por lo mismo, o es un poco mayor y ya le sucedió, o no... no sé, pero es algo que me tiene inquieto, que no me deja descansar como antes y que tengo que solucionar de alguna forma positiva para que no afecte mis relaciones familiares y profesionales. Porque, a pesar de haber intentado siempre, separar una cosa de la otra, en algún punto, se emparentan y a la larga, terminan desacomodándose mutuamente.
Si bien, soy consciente que la madurez llega acompañada de más responsabilidades, por ende, más preocupaciones, también creo que no necesariamente uno debe transformar su presente adulto en algo totalmente opuesto a la esencia que uno lleva desde niño, adolescente y joven.
Sinceramente, mientras escribo este pensamiento, no tengo muy en claro si es realmente simple entender lo que estoy narrando, pero voy a tratar de hacerlo fácil y desarrollar la idea de esta incertidumbre que me inquieta, de la forma más sencilla posible.
Cuando uno es chico, adolescente, jovencito, joven, soltero, sin compromisos más de los que uno se plantea como importantes día tras día, la vida es más liviana, alegre y divertida. Cuando uno crece y empieza a obtener logros, alcanzar metas, concretar sueños, ejecutar proyectos y transformarlos en realidades, las mismas obligaciones hacen que se empiecen a modificar esas liviandades a las que hacía referencia y se transformen en algunas pesadumbres.
La responsabilidad de aportar hijos a este mundo convulsionado, trae aparejado una gran cantidad de problemas, incógnitas, dudas que nos empiezan a quitar bastantes más sonrisas de las que quisiéramos y esos instantes de alegría van disminuyendo a la vez que los períodos de preocupación crecen. Obviamente, no me estoy refiriendo al sentimiento que los hijos producen en los padres, que es algo maravilloso, intransferible y único, sino a ciertos menesteres que acompañan ese aprendizaje y camino de vida.
Evidentemente, los seres humanos somos animales de costumbres y nos vamos adaptando a estas circunstancias inapropiadas para nuestra salud mental y espiritual, pero como afortunadamente mi alma positiva puede más que cualquier elemento negativo, trato de superar esta coyuntura que muchas veces me provoca estados anímicos de pena y zozobra como los que hoy me acechan.
No alcanzo a explicarme el por qué de esta situación que nos plantea el destino, a medida que vamos andando nuestro sendero, me resisto a aceptar que la única manera que existe de afrontar mayores conquistas es con superiores inquietudes.
Sigo siendo optimista, a pesar de todo y confío en un futuro mejor para todos, aunque estos interrogantes que a veces me asoman, continúen sin modificarse ni resolverse.
La naturaleza, también, nos está pasando factura y todos estos fenómenos terrestres, marítimos que están sucediendo, hacen que uno se intranquilice; no por el solo hecho de entrar en la paranoia de algunos apocalípticos que anuncian el fin del mundo en uno o dos años, sino porque, más allá de los análisis que escucho de algunos entendidos en la materia que explican que de tanto en tanto, la tierra produce estos movimientos como una manera de acomodarse nuevamente, sino porque la incertidumbre de no saber y verse vulnerable e impotente ante semejante situación, nos provoca una incógnita más y otra preocupación a las muchas que ya tenemos cotidianamente.
En fin... son momentos, estados anímicos, maneras de afrontar las cosas, formas de sobrellevarlas... que nos revelan una única realidad: la vida hay que tratar de vivirla con felicidad, optimismo, fe, esperanza y mientras la salud nos acompañe, saber que cada minuto hay que disfrutarlo a pleno, que tenemos que valorar los afectos sinceros y las relaciones verdaderas, despojadas de intereses y conveniencias. Y saber que dentro de nuestra fugacidad como seres humanos, tenemos la posibilidad de poder disfrutar lo que para muchos quizás son pequeñas cosas, el amor, el compañerismo, la amistad, la música, el sol, la luna, la lluvia, el mar... pero que en definitiva, son los más grandes elementos que hacen de nosotros, individuos íntegros.
Es inútil, quiero cortar el pensamiento, o por lo menos dejarlo en este punto, pero mi cabeza sigue desarrollando ideas y continúo escribiendo sobre lo que es hoy mi tema central: la esencia de nuestro día a día. Es bastante complejo saber cuál es la mejor forma de afrontar los momentos débiles que tenemos, encontrar buenas maneras de suavizar angustias y decaimientos anímicos; es difícil resolver las cosas que a veces se presentan sin que uno quiera. Todo se mezcla y todo se disuelve en un minuto, cuando una noticia sobre la salud de alguien querido no es la mejor. De un tiempo largo a esta parte, mucha gente conocida, cercana en el afecto sufrió y sufre esa puta enfermedad llamada cáncer. No me resigno a pensar que aún no se haya descubierto la solución médica definitiva a tan cruel enfermedad, no puedo asumir, aunque lo tenga que hacer obligadamente, que solo hay algunas aisladas formas de cura para ciertos tipos de cáncer. Gracias a Dios y a los miles de médicos que dedican sus vidas a intentar llegar a resolver este difícil descubrimiento, muchas personas lo afrontan, lo sobrellevan y algunos hasta lo superan felizmente, pero existen muchos otros que se quedan en el intento y no es justo que así sea, porque ese sufrimiento por el cual deben transitar es además de doloroso física y mentalmente, es improcedente y abusivo desde todo lugar y reitero, no es justo, no es moral. Sé que por más que me quede escribiendo todo lo que se me cruza por la cabeza, no voy a modificar nada, pero por lo menos, este ejercicio que me fluye naturalmente en este espacio libre donde encuentro poder dejar plasmado lo que me va pasando y lo que voy sintiendo, hace que me libere de ciertos pesares que cargan mi alma. La angustia, la congoja, el desconsuelo, no contribuyen en nada a superar los hechos tristes y la dura realidad que a veces nos toca de cerca; por eso, aunque suene superfluo y parezcan solo palabras, no hay que perder la fe nunca, no hay que caerse, no hay que dejarse llevar por la debilidad espiritual. No es lindo hablar de esto, pero no siempre es todo un camino de rosas. A las personas queridas, cada una de ellas sabe a quienes me refiero, que están pasando por una circunstancia puntual de cáncer y la están peleando, les pido más fuerza, más huevos, más ovarios, más fe, más ímpetu, más energía, más resistencia, más intensidad, más aguante, más potencia y más vigor, a pesar de los momentos donde todo pareciera ponerse negro.
El amor de todos los que estamos cerca física y/o mentalmente, acompaña con más amor y más amor aún, sus corazones fuertes y guerreros. El amor no cura, pero alimenta la fuerza interior de cada uno. El amor no remedia el dolor, pero amortigua, aunque sea mínimamente, el sufrimiento. El amor no repara las heridas provocadas por algo que no alcanzamos a entender, en definitiva, pero sí las suaviza. Pero el amor sí produce algo que todos buscamos y no siempre encontramos de manera genuina y natural, más amor. Más amor en aquellos que lo dan y más amor en los que lo reciben. Por eso, les doy simbólicamente desde aquí, mucho amor para todos los que transitan la recuperación y para los que felizmente han superado el duro trance.
Amor. Amor. Amor. Y más amor.