En estos últimos días, con motivo
de la presencia de Verónica Ojeda (ex novia de Diego Maradona) en el programa
de Susana Giménez, contando intimidades de su relación con él y generando mucho
contenido para los programas que se nutren de noticias que rozan el escándalo y
las polémicas, he escuchado una serie de opiniones, por lo menos, “ligeras”
(para denominarlas generosamente) con respecto a una de los temas a los cuales
hizo referencia Ojeda, que se relacionan con su embarazo y posterior nacimiento
de Diego Fernando (así se llama el niño que tuvo con Maradona).
Dejando de lado el conflicto que
ocupa a Diego y a Verónica por la medida cautelar que Maradona le impuso a
través de la justicia a Ojeda para no mostrar a su hijo públicamente y los
problemáticos e intrincados pormenores que esto ha suscitado mediáticamente,
quiero centralizarme en la confesión que Verónica Ojeda dio a conocer sobre sus
mellizos, que después fue uno solo, ya que el otro falleció dentro de su
vientre a los seis meses. Por ese motivo, al hacerse los controles periódicos
que hoy se realizan en todos los embarazos y al vislumbrar este suceso, decidieron
que Diego Fernando Maradona naciera ochomesino.
Ojeda, reveló en el medio de la
conversación con Susana: “Estaba embarazada de mellizos, pero un chiquito no
pudo desarrollarse. Los únicos que lo sabían eran Diego, mi mamá, mi papá y yo.
Me enteré que tenía dos, recién al sexto mes. Dieguito siguió su proceso y el
otro bebé, no, quedó chiquitito. ¡Mirá si eran dos! ¡Doble quilombo, Susana!, cerró
el comentario entre irónica y risueña.
El suceso por el que pasó Ojeda y
el lamentable episodio que vivió la anterior semana, la actriz Laura Franco,
‘Panam’, habiéndole sucedido algo similar, pero más terrible aún, ya que su
bebita Chiara sufrió muerte súbita dentro de su panza, horas antes de su nacimiento,
produciéndole a la madre, a su familia y a todos los que la quieren bien, un
dolor único, inenarrable, tan propio como intransferible, provocaron en mí un viaje
al pasado, a mi pasado, movilizando preguntas y dudas que me llevaron a
consultarle a mi madre, después de muchísimos, muchísimos años, sobre ese tema
tan penoso por el cual ella pasó en dos ocasiones. La primera, en mi nacimiento
y la segunda, cuando yo tenía tres años.
En la década del ´60, obviamente,
la medicina no contaba con los adelantos técnicos y científicos que existen
en la actualidad y los estudios de rutina durante los nueve meses de gestación,
no iban más allá de las radiografías y los análisis de sangre; los padres y los
médicos se conformaban con lo que había y cursaban ese proceso entre las
posibilidades existentes de limitada información y la compañía de la suerte,
también.
Pocos saben que yo era gemelo,
que mi madre llevaba en su vientre dos niños que se iban gestando juntos dentro
de la misma bolsa (los gemelos comparten el habitat y los mellizos se forman en
bolsas separadas), y que al momento de nacer, tanto el médico obstetra como sus
asistentes, percibieron que algo no estaba bien y allí descubrieron el
mortinato, nombre con el que se denomina el fallecimiento en el útero a partir
de las 20 semanas de embarazo. Mi hermano gemelo se momificó al cuarto mes de
gestación y yo continué mi supervivencia dentro de mi madre como pude, ya que
al ser gemelo y encontrarnos dentro de la misma bolsa, como mencioné
anteriormente, también compartíamos el cordón umbilical por donde nos
alimentábamos; al fallecer mi hermanito, la alimentación que yo recibía era
poco suficiente y tuve graves problemas para obtener lo que me correspondía de
la nutrición en los meses que sobreviví a mi gemelo fallecido en el útero. No
solo fue el tema alimentario el problema, sino también la posición y el espacio
limitado en el cual me movía, ya que al estar él momificado, la rigidez del
feto a mi lado, causaba inconvenientes en el normal desarrollo físico, de allí
que nací con mi hueso maxilar inferior, inserto en el pecho, por ejemplo.
El peso que tuve tampoco fue el
ideal, 1, 900 kilos, así que estuve en incubadora hasta recuperar consistencia
muscular. Con los días, mi mandíbula se fue acomodando y todo se sucedió dentro
de los parámetros normales.
Mi madre relata que fue un
momento difícil y angustiante porque tanto ella como yo nos podríamos haber
muerto también y gracias al destino, a la capacidad de los médicos, a la suerte y a
Dios, por qué no, pudimos sobrevivir a tan extrema situación. Ella, por
sobrellevar el embarazo durante nueve meses naturalmente, desconociendo
absolutamente las circunstancias y teniendo la gran fortuna de no haber pasado
por complicaciones mayores y yo, por haber permanecido durante esos cinco meses
posteriores al fallecimiento, dentro de la misma bolsa junto a mi hermano gemelo
momificado, resistiendo y perdurando
pese a los múltiples inconvenientes originados.
En aquella época, las
estadísticas científicas estimaban un porcentaje muy bajo de supervivencia en
ese tipo de casos y también daban cuenta de una proporción de nacimientos sin
vida con estas características en gemelos evaluados en 1 de cada mil embarazos.
Hasta el día de hoy, más de la mitad
de las muertes infantiles que se producen en el vientre de la madre o en el
momento del parto se archivan como “inexplicables”, lo que significa que los
doctores no pudieron identificar la causa exacta de la muerte hasta la actualidad, aunque se
conozcan algunos factores causantes como, por ejemplo, defectos genéticos,
físicos, hemorragias previas al parto si la placenta empieza a separarse del
recubrimiento interior del útero antes de que el niño nazca, disminución del
oxígeno y los nutrientes recibidos, incompatibilidades sanguíneas, y otra serie
de problemas diversos.
Tres años más tarde, conmigo ya
creciendo felizmente sano, tuvo un segundo embarazo que también fue normal
hasta el día del nacimiento, ya que al darlo normalmente a luz a Bruno, (así
le habían puesto mis padres a mi otro hermanito), a las pocas horas, dejó de
existir.
Mi vieja me cuenta hoy, después
de tanto tiempo transcurrido, que ese momento es indescriptiblemente doloroso y
que solo una madre que pasa por ese tristísimo trance, sabe lo que se siente.
El tiempo apacigua las penas, los desconsuelos, pero no mitiga los golpes ni las heridas. Uno de los momentos más terribles es el que la ley obliga a llevar a
cabo con el entierro o incineración del bebé y que por lo general, afronta el
padre, pudiendo en los tiempos que corren, delegar ese tremendo trámite en el
hospital o sanatorio correspondiente. Mi padre tuvo que atravesar esa
circunstancia y fue realmente muy desgarrador.
A veces es increíble cómo
funcionan de resorte en nuestras mentes ciertos hechos que se hacen públicos,
que toman trascendencia masiva, provocando mecanismos no buscados ni esperados.
Estos sucesos puntuales de Verónica Ojeda y Laura Franco, ‘Panam’, originaron
en mí una búsqueda de información y hasta una necesidad de escribirlo aquí que
no tenía ni remotamente pensado en lo cotidiano, pero que al cabo de estas
líneas compartidas con quienes se asoman esporádica o asiduamente por este
blog, establecen un vínculo de diversas sensaciones emocionales que terminan
por confirmarme definitivamente que nuestro destino está escrito, que todos
tenemos un por qué de existir o no existir y que lo mejor que podemos hacer
mientras disfrutamos el regalo maravilloso de la vida, es recorrerlo con
felicidad, armonía y goce, aunque muchas veces nos agobien ciertas
circunstancias, ya sean económicas, amorosas, laborales, etc, porque en
realidad es tan fugaz nuestro paso terrenal y tan valioso, que casi es una
obligación que tenemos para con nosotros mismos.
Buena vida a todos los que hayan
compartido esta historia, que es parte de mi historia.
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