Argentina es hermosa en varios aspectos y lo manifiesta, principalmente, en sus diversas bellezas naturales, que la hacen rica en paisajes, climas y costumbres. Podría mencionar las variables climáticas que van de lo subtropical en el norte hasta lo subantártico en el sur, con una amplia franja templada entre medio de los dos extremos; sus recursos naturales abarcan una heterogénea gama que incluye lo energético y lo mineral, sumado a las industrias y la agricultura. En cuanto a los paisajes, puedo resaltar Las Cataratas del Iguazú en Misiones, El Glaciar Perito Moreno en Santa Cruz, El Cerro de los Siete Colores en Jujuy, las maravillas visuales de Mendoza entre las que se encuentra el Aconcagua y muchísimos lugares más que conforman un país atractivo y majestuoso. Las costumbres argentinas son, también, parte de nuestra peculiaridad y se destacan, entre lo culinario, el asado, el mate, el dulce de leche, las empanadas, la pizza y las ‘picadas’, que tanto acompañan las reuniones familiares o ‘futboleras’. Todas estas características, nos hacen ser un país particular y, en cierto punto, cautivador, pero existe una propiedad que tenemos, que se contrapone a tanta diversidad de matices: nuestra idiosincrasia. Los argentinos somos el dilema del país; nuestra forma de ser, nuestra personalidad, nuestro temperamento es lo que provoca que constantemente estemos discutiendo, confrontando, cotejando, compulsando… Pluralizo, porque es una forma de dirigirme a un estereotipo que, históricamente, ha venido demostrando que el obstáculo mayor que tenemos es nuestra singular característica de ser como somos. Asumirlo, quizás, molesta, incomoda, irrita, mortifica, pero desde mi punto de vista, el eje central de todos nuestros inconvenientes, es, básicamente, la idiosincrasia argentina. En tanto y en cuanto no la empecemos a modificar, seguiremos sumidos en una eterna encrucijada social que, al día de hoy, no tiene una visible solución, lamentablemente. Hay que hacerse cargo, aunque pese y moleste.
