Siempre he sido un tipo positivo,
esperanzado, optimista, y muy escasas veces en mi vida, me dejé atrapar por el
desgano, la apatía y el pesimismo. Este tiempo que estamos transitando, lastimosamente, es uno
de ellos. Desde que tengo uso de razón, nuestra historia política es una
sucesión de aciertos y desaciertos, entre los cuales, nosotros, los ciudadanos,
hemos sido, en parte, responsables de nuestro destino, y a la vez,
beneficiarios y víctimas de un sistema que tiene como condimento principal, la
corrupción.
Es muy triste asumir que todo lo que se
lleva a cabo, en materia gubernamental, tiene un eje común que roza lo amoral. Pareciera
que sea quien sea el que ocupe el poder, la regla inamovible que rige la
política, es la deshonestidad, la ambición desmedida, la codicia descontrolada
y el egoísmo rotundo.
Muchas veces, fantaseando de manera
hipotética, como un juego inofensivo, pienso qué cosas haría yo si tuviera la
posibilidad de manejar los destinos del país, y lo primero que me surge es
ayudar. Teniendo la excepcional fortuna de poder decidir ejecutando ideas y proyectos
en pos de los habitantes de nuestro querido país, la primera intención que me
nace es favorecer a la gente. Si pudiera, incrementaría considerablemente el
presupuesto económico en favor de la educación, la salud y la seguridad.
Siempre me pregunto por qué no lo hacen los distintos Gobiernos que acceden al
poder y nunca encuentro una respuesta razonable, lógica, congruente, más que la
triste realidad, que hace suponer un motivo relacionado principalmente al
supuesto sistema corrupto que nos domina y avasalla. ¿Será realmente la
estructura montada que hace inviable superar el entramado viciado y
descompuesto de la putrefacción instalada o es nuestro poco interés por romper
lo estipulado y prostituido, que hace aparecer como quimérica la idea de una
comunidad más pareja y equilibrada? Me lo pregunto desde hace mucho y no
encuentro la respuesta ni la solución. Desde las conjeturas y suposiciones,
reitero, me resulta bastante sencilla y viable la reparación, o por lo menos,
el compromiso a una salida más equitativa; distribuir la inmensa cantidad de
dinero que el Estado dispone en obras y tareas que asistan, amparen, apoyen,
favorezcan e impulsen los segmentos más castigados y postergados desde hace
décadas.
Cuando hablamos entre ciudadanos comunes
sobre las correcciones o mejoras que haríamos, si tuviésemos la posibilidad
eventual de manejar las riendas de la Nación o en forma concreta, escuchamos a los
políticos referirse a los figurados progresos que hacen falta para
desarrollarse, casi siempre, en una gran mayoría, coincidimos con respecto a
las acciones que se deberían tomar; entonces, ¿por qué no se llevan a cabo? Creo
que es por falta de compromiso. La violencia, la impunidad, la corrupción y la
pobreza se pueden corregir y/o remediar con voluntad concreta de toda la sociedad.
Desde afuera de la práctica política, la
ejecución administrativa y la experiencia gubernamental, solucionar ciertas
problemáticas, en cuanto a progreso se refiere, pareciera más fácil de lo que
realmente se presenta a lo largo de las décadas, o, por lo menos, eso veo desde
mi óptica de habitante común. Desde que empecé a interesarme en los motivos por
los cuales desde pequeñito escuchaba quejarse a la gente de las distintas
conducciones del país, un denominador común resuena en mis oídos: la
deshonestidad. ¿Tan difícil es encontrar personas honradas, íntegras, decorosas
y cumplidoras? La respuesta no la sé de manera fehaciente, pero por lo visto, presiento
que sí es complejo.
Seré muy tonto, demasiado crédulo o
sumamente ingenuo, pero creo que la gente buena es superior en cantidad a la
mala, y aunque en otras reflexiones escritas, he insistido con esta idea, que
puede parecer utópica, confío en poder presenciar el momento donde se empiece a
revertir la degradación humana que nos circunda, que incluye la codicia desbocada,
la ambición excesiva y la ausencia de vergüenza y dignidad; todo esto, por
dinero y poder. Deseo, fervientemente, ser testigo del anhelo.
Es un momento crítico de Argentina, de
los más comprometidos de nuestra historia, y más allá de concordancias y/o discrepancias
ideológicas, no deberíamos aceptar más que los políticos simulen, engañen y
mientan de manera infame, prometiendo infinidad de cosas cuando son candidatos,
que después, con el objetivo deseado concretado, incumplen insolentemente,
transformándose en personajes patéticos y sombríos, llenos de cinismo e
hipocresía. Debería agregarse a la Constitución de la Nación Argentina, un
artículo que sancione a todo aquél que arribe al poder enunciando propuestas
determinadas, y al cabo de haber obtenido la meta deseada, olvide e incumpla
sus propuestas prometidas.
Los dobles discursos, las falsas
posturas y las mentiras obscenas, deberían ser sancionadas rigurosamente para
que ningún otro advenedizo, utilice las mismas herramientas traidoras, en
beneficio de sus desleales intereses.
Reflexiono, pienso, vuelvo a considerar las ideas volcadas aquí y me contradigo (algo muy característico de argentino, también) ¡Ja! Muy a mi pesar y con todo dolor y
tristeza, me he convencido que Argentina es un país sentenciado por nuestra compleja
idiosincrasia, y es casi utópico pensar que, de seguir así,
algo de todo lo que está mal, vaya a modificarse en favor del bien común.
Nuestra forma de ser, egoísta,
oportunista, ventajera, compulsiva, pendenciera, especuladora e inútilmente
confrontativa, es la base anárquica para que un territorio hermoso, radiante,
magnífico en cuanto a su naturaleza y extensión, sea eje de una realidad
desigual, voluble y abrupta que nos castiga intelectual y espiritualmente. No
queremos hacernos cargo, pero, lamentablemente, el problema central es nuestro
carácter, nuestra actitud, nuestro temperamento, nuestro modo de ser. Nos guste
o no, nuestra manera de afrontar las cosas, de querer sacar provecho de todo,
sin importar los resultados y las consecuencias, de votar siempre en ‘contra
de’ y no ‘a favor de’, de no pensar en el bien de todos, sino solo en la
conveniencia propia y un montón de otros fundamentos, hacen que tengamos el
lamentable presente que vivimos… en fin… Es muy áspero y antipático asumir las
falencias, los descuidos y las equivocaciones personales, pero es la cruda y
severa realidad. Hasta que no transformemos nuestros talentos, capacidades y
energías en beneficio de todos para todos, nuestro destino seguirá decayendo
cada vez más.